lunes, 9 de noviembre de 2009

Ofelia y su espejito

Ofelia y su espejito

La ví una mañana en la que iba apurada a trabajar. No tenía ni siquiera un espejito. Ofelia poseía tan solo su tupida cabellera de rulos morenos, su coquetería y sus ansias por reinar. Era princesa hacía ya varios años, pero ella quería reinar. Usaba el cabello suelto, sus trajes arrastraban el suelo y su andar era un tanto altanero. No le importaba el qué dirán: planeaba sus próximas actividades en voz alta mientras las personas la miraban casi con indiferencia.

En la ciudad del abandono y el abarrote de almas, Ofelia encontraba la compañía del calorcito del sol y las florcitas silvestres. Sabía que aunque hablara sola, la miraban sólo porque había que mirarla, porque dogmáticamente era algo mal visto, pero en verdad, ya nadie tenía ganas ni de mirarla. Ni de detener su andar agitado para girar sus preocupaciones hacia un alguien o … una princesa. Ella no se quejaba. Ya no le interesaba el desinterés que podía llegar a despertar, aunque igualmente se arreglaba y peinaba frente a las chapitas de la pared. ¿Dónde podría conseguir un espejo en este gran desierto de transparencias? Ella no se daba cuenta que necesitaba un espejo. Simplemente quería ver si sus rulos estaban medianamente en orden.

En su turbulenta mente ella era una princesa del estilo de Cenicienta, con vestidos de seda, zapatitos de cristal. Su cabello era ondulado, rubio. Habitualmente lo usaba recogido con una coronita de diamantes.

Ofelia no sabía que eso no era cierto, por eso era feliz. ¿Era realmente feliz? La gente la miraba y pensaba “Pobre”. Pero ella no era más que una pobre princesa a la espera de su amado príncipe.

Nadie podría condenarla por sus sueños, ella no lo sabía. Ofelia vivía en una gran ciudad sin siquiera saberlo. Aunque tampoco la gente sabía que ella era una princesa de cuentos. Vivían cada uno en sus pequeños mundos, ignorando de sus reales vidas.

Ofelia vivía en la entrada de un local que para ella era la torre más alta de su castillo, en dónde dormía en una cama con baldaquín y mantas de terciopelo bordeaux.

A pesar de ser una “pobre” para el resto, Ofelia era muy rica, su castillo era el más hermoso de la región, era apreciada por todos y siempre le esperaba algo mejor que lo que tenía. Ella era la más afortunada de todos los de la región a pesar de que para los de esta ciudad gris sea “pobre” e ignorada casi como una baldoza floja.

Aunque Ofelia no lo supiera, era pobre a los ojos de los demás ciudadanos. Lo único que ella sabía era que vivía en un castillo de oro y al que pronto podría llamar “mi reino.”

Para el resto del mundo, solo una pobre que se fue. Una mendiga que ya no estorba la entrada de aquel local abandonado.

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