viernes, 6 de noviembre de 2009

El vecino

Lo conoció cuando tenía trece años, paseando al perro. Ella, un cocker negro, él, un golden. Ella vestía el equipo de gimnasia del colegio. Él volvía del parque y ella iba.

Él se le acercó a hablar porque ya sabía su nombre. Hablaron de los perros. Él se despidió con un beso. Ella se quedó paralizada. La situación fue un tanto extraña y él era muy lindo.

A la semana siguiente, cuando ella daba la vuelta manzana con Chuki, el cocker spaniel, él estaba sentado en el umbral de una puerta con todos sus amigos y cuando la vio pasar le dijo “Esperanza, cada día más hermosa”. Ella miró para abajo, se sonrió y caminó más rápido hasta desaparecer a la vuelta de la esquina.

A los pocos días sucedió algo parecido pero al dar la vuelta en la esquina se dio cuenta que él la estaba siguiendo. Se acercó trotando y le dijo “¿Cuándo me vas a aceptar una invitación para salir?” A ella le dio mucha vergüenza, le dijo que más adelante.

Le contó a sus amigas del colegio lo que le había pasado con “su vecino”. Todas quedaron asombradas con la historia. Un mediodía ella iba a su casa a almorzar con una amiga y lo vio esperando un colectivo en la esquina. Empezó a codear a su amiga diciéndole que ése era su famoso vecino. Como ella no lo veía, las señales fueron más evidentes, hasta que al final cuando su amiga lo identificó, él las había visto en esa pose de espías, paradas detrás de un poste de cable visión y les hizo una cara como diciendo “sí, soy yo”. Ellas se empezaron a reír y de la vergüenza, salieron corriendo. Al otro día, Esperanza encontró de nuevo a su vecino, Santiago. Él le dijo “me estaban delirando con tu amiga”. Ella le respondió que sí pero al otro día tuvo que interrogar a sus compañeros de colegio para saber qué significaba “delirando”.

Así pasaron los años. Ellos dos se cruzaban por la calle. Ella lo veía y de la vergüenza, cruzaba. Tironeaba a su perro de la correa y lo arrastraba para retroceder o cruzar la calle. En una oportunidad, se cruzaron por la calle y como los dos estaban paseando al perro, él la invitó a ir al parque. Fueron juntos y se sentaron a charlar en un banco. Ella ya tenía catorce años, él, veinte. Había estudiado veterinaria porque le gustaba mucho el campo y los caballos y se había cambiado a abogacía porque era hijo de un juez. Ella estaba en segundo año del colegio secundario, vivía con su mamá que era administrativa y él, le parecía un poco hueco. Después de esa charla no se vieron más. Pasaron los años y él la siguió saludando y piropeando cada vez que la veía. Ella lo veía a la distancia y se escondía o cambiaba de camino.

Cuando Esperanza tenía diecisiete años y Santiago la cruzó por la calle, él la paró y le pidió el teléfono para invitarla a salir. Ella se lo dio sin ningún tipo de compromiso. Así como se lo dio, se olvidó porque en ese momento le gustaba un compañero de escuela. Un mediodía ella estaba almorzando con una amiga en su casa y él la llamó para invitarla a salir. Ella no sabía qué hacer, presionó el botón de mute y le preguntó a su amiga qué le decía. La verdad es que no tenía ganas de salir con él porque era mucho más grande que ella y además a ella ahora le gustaba Gustavito y tal vez se ponía de novia con Gustavito. Siguió los consejos de su amiga que estaba cocinando las salchichas con puré chef y al sacar el mute le dijo que en realidad ahora “estaba saliendo” con un compañero de colegio y no quería estropearlo todo ya que recién comenzaban a salir. Él respondió un poco ofendido pero la entendió.

Pasaron los años, ella lo vio con chicas y a su vez ella tuvo dos novios con quienes pasó por delante de él con gusto, como si disfrutara su sufrimiento. De más grande, cuando Esperanza paseaba por el parque, varias veces, vio el auto de él un descapotable rojo estacionado en las calles cortadas del parque, y Santiago siempre estaba con alguna mujer.

Por muchos años no se vieron más. Los dos estaban estudiando y trabajando. A lo sumo, Esperanza veía el auto de Santiago estacionado en la entrada de su casa o lo veía pasar en el auto a lo lejos, pero nada más. Siempre con su auto rojo, con o sin techo.

Cuando ella tenía veintiséis años y el treinta y dos se volvieron a encontrar. Estaban distintos, muy distintos. No sólo en el aspecto físico, sino en la forma de ser. Esperanza ya no era tan tímida y era más desenvuelta. Cuando él le preguntó “¿Cuándo vas a salir conmigo?” ella le respondió “Cuando quieras”. Se dieron los celulares y finalmente él la llamó para salir. La pasó a buscar en su auto rojo. Fueron a tomar una cerveza a un bar. Cuando regresaban, en el auto, Santiago le quiso dar un beso pero ella no se lo permitió. Estaba arruinando la hermosa salida que habían tenido, en la que habían compartido anécdotas del pasado, sus vidas presentes, sus planes para el futuro…

Al otro día, él le mandó mensajes de texto y la llamó porque la quería ver otra vez. Le dijo que estaba enamorado de ella. Ella le dijo que era mejor que vayan despacio. Al otro día, Santiago la invitó para ir juntos al campo, ella no quiso. Realmente él quería llevar las cosas demasiado lejos y a Esperanza ya no le estaba gustando. A pesar de ello, la pasó a visitar por la puerta, antes de ir al campo. Le quiso dar otro beso y ella tampoco quiso. En la semana hablaron por teléfono y se dieron cuenta que entre ellos las cosas no funcionarían ya que él quería una cosa y ella otra. Los dos querían cosas muy distintas. No se hablaron ni se vieron más.

Al año siguiente, la mamá de Esperanza le contó que lo vio a él por la calle pero que en cuanto la vio, se dio media vuelta y caminó en la dirección contraria. Llegaron a la deducción que él se sentiría culpable por lo que había sucedido el año pasado, entonces ella lo llamó a la casa pero no lo encontró y le dejó un mensaje en el contestador con su celular para que la llamara. A la semana, Santiago la llamó. Hablaron bastante y él la invitó a su casa. No bien entraron, el le quiso dar un beso, ella se negó pero luego accedió. La verdad es que Esperanza se sintió muy decepcionada. El beso que Santiago le había dado no era lo que ella esperaba. Parecía el beso de alguien ansioso que no sabía disfrutar de los distintos pasos que nos da la vida. Eran los besos de alguien que no le importa nada de vos en ese momento sino lo que podés llegar a darle luego. Algo que Esperanza no quería darle. Ni ahora ni luego. No quería dárselo a cualquiera que no sea su amor para toda la vida y para toda la eternidad. Santiago estaba muy lejos de serlo. Tampoco quería serlo. Santiago no quería mucho más que algo pasajero. Esperanza se dio cuenta, tal vez un poco tarde ya que no tendría que haber ido a su casa porque él no cambiaría de un año al otro. Discutieron en malos términos. Esperanza volvió a su casa ofendida.

Hace unos días lo volvió a cruzar por la calle. Ella iba con su mamá. Esperanza quiso caminar más rápido porque él iba detrás hablando por celular como siempre lo hacía. Su mamá no quiso. Escucharon que dijo “ya voy para allá” y cortó. Entonces, él pasó delante de ellas, por el costado del lado de la calle, ligero, mirando para abajo y sin saludar. Mientras, ellas conversaban como si no lo hubieran visto. Esperanza se sonrió y la miró a su mamá. Cruzaron la calle y mientras Esperanza lo insultaba por lo bajo, llegando a su casa vieron salir de la casa de al lado a Segundo. Iba con el paso pausado y tranquilo y con el bolso de golf a cuestas, iría al club. Algo resonó dentro de Esperanza, quien se dio cuenta que cuando una puerta se cierra, otra se abre.

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