Cuando viajo en el colectivo 92 estoy tranquila porque sé que aunque tarda aproximadamente una hora en llegar a destino, me deja en la esquina del Lenguas Vivas. Justo en frente del “Rulero”, en Libertador y Carlos Pellegrini. Cuando viajo parada es porque el colectivo está tan lleno que sólo puedo alejarme medio metro de la máquina expendedora de boletos. Esa es la peor parte porque toda la gente intenta pasar por aquel embudo humano y yo corro mi bolso con cuadernos y apuntes y por no estorbar al que intenta pasar, golpeo al que está sentado que si es viejo tose y mira con mala cara. Otras veces, el 92 va casi vacío, con asientos para elegir. En esas ocasiones, me siento desplomando todo mi peso sobre el asiento y sin mirar quién está al lado saco entusiasmada un apunte que tengo que leer para la clase siguiente del Lenguas. Me es muy difícil concentrarme, por eso por lo general subrayo con un lápiz, que como en el asiento no puedo apoyar, lo sostengo con la boca. Es difícil concentrarse en el colectivo, muchas de las palabras que voy leyendo se van entremezclando con aquellas de los diálogos de celular de los demás pasajeros que hablan con su jefe, con su mamá, con su novio y quién sabe con quién…
El mejor lugar que te puede tocar en el colectivo es el del asiento del fondo, el de la punta, el que está al lado de la ventanilla. Y si es día soleado, la abro y apoyo el codo en el borde y no paro de mirar el paisaje. El que más me gusta es el de la calle Billinghurst porque me hace acordar a una primavera en la que daba clases particulares por allí. Un viaje me tocó esa ubicación desde el principio hasta el final y a lo largo de todo el trayecto vi a dos ex novios yendo a trabajar. A uno por Villa Crespo y a otro por Barrio Norte. Fue atípico. Pero son esas cosas que pasan en Buenos Aires, donde pensamos que nunca nos vemos pero a la vez todos nos podemos ver con todos con sólo mirar por la ventanilla. Para completar ese tipo de viaje placentero, algunas veces me pongo los auriculares en el celular y escucho la radio los 40 Principales. Escucho las canciones románticas y con el alma llena de alegría canto por dentro cada una. Como si me las dedicaran a mí, o como si se las dedicara yo a alguien. Algunas veces lo hago para evadir el clima del colectivo, las malas caras, las caras de preocupación, las quejas, las conversaciones ajenas que no me interesan…Pero siempre porque me gusta mucho la música.
Cuando dobla en Libertador ya estoy más alerta y leo más rápido o miro la calle con más atención. Es mi radar interno que me dice “Falta poco”. Más alerta cuando pasa el Patio Bullrich: sólo falta una parada. Cruza el puente, me paro y toco el timbre. Me bajo en la esquina y comienzo a caminar por Carlos Pellegrini, paso por el “Rulero”, por ese vértice donde los escalones de la entrada se unen con el borde del jardín del frente. Y subo. Sí, subo por Carlos Pellegrini porque es una calle en subida. Me contó mi papá que allí había un pasaje llamado Seaver que demolieron cuando extendieron
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